viernes, julio 27, 2012


Rabbit*

Run rabbit run
Dig that hole, forget the sun
And when at last the work is done
Don't sit down/ it's time to start another one
.

Breathe, Roger Waters.
Pink Floyd - Dark side of the moon.





Imagínenme a mí con la cara abotargada y sirviendo tacos a una multitud de diputados, senadores y presidentes municipales panzones, pelones y medio putones. Véanme machacando el perejil, picando cebollita, rebanando el queso, molcajeteando la salsa roja, la verde, la azul, poniendo sobre el aceite rodajas de jitomate, de chile güero, fileteando el panal de carne colorada, tatemada, bañada en piña, limón y sal, chisporroteando sudoroso, saltimbanqueando la tarima, supervisando que cada servidor público traiga en el buche un buen pedazo de tortilla con cerdo adobado o con res clembuterolizada o con ser humano marinado en sus jugos gástricos.

Escuchen cómo mastica ese diputado federal, cómo semeja a un perro gordo e inútil, cochino como su puta madre; vean cómo le escurre salsa por la barbilla al senador Armenta, grandísimo ladrón parásito del sistema tributario, le escurre revuelta de saliva y va a caer sobre la seda azulada de su corbata inglesa; huelan el eructo silencioso de la presidenta de San Tejorobo y sientan la delicada mezcla de su digestión matutina combinada con la podredumbre de sus muelas picadas, aspiren hondo, sepan distinguir el buqué que sesenta años olvidando la pasta dental ha dejado impregnado en sus encías.

Y ahí voy yo nuevamente a servir cinco tacos por plato, un limón, rábanos y cebolla. Ahí me tienen sin comer desde la madrugada en que me levanté para comenzar la preparación del interminable banquete de estos hijos de la chingada. Putos. Asómbrense de verme con ocho manos, con doce pies, rápido, rápido, rápido, saltando de una olla a otra, de una servilleta a la cuchara, de un izquierdista reaccionario a un conservador libertino, sin sudar, sudando, muerto de hambre, hambreado, flaco enflaquecido, enjuto delineado, parco como la Parca, con la precisión de una bala francotirada, con la agilidad de una liebre perseguida, viéndolos comer, platicar, escupir milimétricos pedazos de tortilla que van a pegarse mojaditos al labio superior del interlocutor que escupe informes trocitos de perejil que vuelan hasta pegarse blanditos en la punta de la nariz del regidor Brizuela que acaba de conceder el permiso para la excavación de un basurero industrial en las inmediaciones del único bosque de su abandonada ciudad de emigrantes ilegales, y ese otro que escupe una semillita de chile al ojo del legislador Loperena que llora lagrimitas de cristal después de recibir el bono agregado por su embustera concesión en el asunto de las transnacionales chacualeras, y luego sigan el curvo trayecto que traza ese trozo de carne indefinida a medio masticar por la diputada Bustos al sentir el pellizco semidistraído que le acaba de dar el comisionado Rodríguez en la nalga izquierda, y aquí vengo de nuevo para servir el ron, la cervecita, el agua de horchata, chinguen a su madre, mámenme la verga, chúpenme los huevos, háganme puñetas con el culo, cinco tacos por plato, uno más, dos más, tres cuatro, cinco seis, tomen el cronómetro y véanme romper el récord mundial de genuflexiones por segundo, de "sí señor" por paso, de asesinatos guardados en las manos.

Ahora fíjense en este brinco que pego:

Y caigo en el incómodo asiento del conductor de un camión urbano, meto el clutch, suelto un gas y arranco después de dejar subir a veintisiete viejitas desastradas a los estrechos, sucios e insuficientes espacios del camión que ronca la hojalata con todo su maltrato como ronca mi mujer sparring a las doce de la noche. Acompáñenme a dar la misma vuelta, una y otra y otra y otra vez por las mismas calles atascadas, embotelladas, asoleadas como la iguana del taller de Chema donde venden las rayitas a cincuenta, las pingas a veinte, los pericos a treinta; calles en las que hay que detenerse para que la gente suba, la gente baje, la gente pase, la gente corra, la gente llegue, la gente tenga, la gente que se queja de una vida horrible cuando no hay nada más culero que conducir este armatoste de fierro retorcido por los mismos caminos interminablemente hasta que la bomba atómica me haga el favor de desaparecerlos. Escuchen la estación rocanrolera que regurgita en la bocinas empolvadas de mi estéreo empeluchado y muéranse de ganas por tener una guitarra eléctrica entre las manos y escupir en la cara de la niña sentada en primera fila, azotarla contra el pinche policía que acaba de meterse al carril, clavarla en el hocico del patrón con uñas limadas y aroma a lavanda, a maderas, a me acabo de pasar unos días estupendos en Cancún, qué playas, qué paisajes, qué viejotas con las chichis de fuera, clavarla hasta ver salir las llaves plateadas por la nuca y las cuerdas de acero trenzadas entre los dientes, sacarla de un tirón y volverla a clavar en la panza fofa y blanca como la nieve del póster calendario que hay en su esterilizada oficina y desde ahí tocar el requinto más rabiosamente jevimetalero blusero gronch y ponerle a girar las pinches tripas al son de un Hendrix excitado. Instalen rayos X a sus ojos y admiren el increíble andamiaje de mi columna desvertebrada, comprueben que un cóccix puede ser totalmente reemplazable y dense una paseadita por los estrechos insondables de mis articulaciones obstruidas. Y sube la gente y sube la gente y sube la gente y todos vuelven a bajar y suben y timbran y bajan y a veces se presenta la oportunidad de atropellar.

Agárrense las orejas y volvamos a brincar:

Denme mi gafete, déjenme entrar al monstruo maquilador, indíquenme mi lugar en la cadena productiva y programen la máquina que ha de darme lecciones de deja vü industrial: esto ya lo hice, esto ya lo hice, esto ya lo hice, esto tengo que hacer, aunque ya lo hice, ya lo he hecho, ya lo voy hacer otra vez. Gud mornin míster miqui maus, aquí como todos los días a sus digitalizadas órdenes, a sus esclavizantes ocurrencias, a sus embrutecedoras desgastantes hijas de puta horas extras, mal traducido inversionista pagador de salarios recortados, bien tratado turista ejidatario, mejor tratado de libre comercio, ai guana bi yor dog. Aquí llega de nuevo el vestidito de la nueva colección, llega de nuevo el parachoques del nuevo modelo, llega de nuevo la tarjeta de la computadora nueva, llega de nuevo la noche sin haber visto el nuevo día, y aquí me quedo en este agujero sin poder brincar, agarrando-volteando-acomodando, manejando-aceitando-trabajando, mesmerizado bajo el influjo del ronroneante metálico corazón de la máquina sin corazón, qué pinches ondas, con lo que me gustaría prenderle fuego a toda esta pendejada y verlos achicharrarse a los putos gringos, a los cabrones japoneses, a los idénticos chinos, a todos los que no jueguen en mi equipo dominguero de fútbol llanero, verlos hacerse carnitas, carbón grisáceo, chispitas de colores, aquí voy de nuevo, cinco tacos por plato, sacando el clutch, atropellando diputados, maquilando calendarios, rompiendo el récord mundial de genuflexiones, levantándome de madrugada para comenzar el banquete de estos grandísimos hijos de perra que parecen nunca detenerse, parecen nunca ponerse a pensar en los miles de agujeros que hay bajo sus delicados pies. Putos.





*Publicado en su libro Matamoscas (Cuento, colección Primer libro, ICA, 2007) (Edición agotada).

ONE, TWO,THREE



2005








Digo:
Árbol, rama, chango, trompa, beso, tibio, agua, río, pies, uñas, tigre, balas, acero, moneda, mano, reloj, oficina, traje, loción, madera, cuadro, Modigliani, flacos, hambre, plato, extraterrestre, radio, humor.

Dices:
No tengo tiempo para tus idioteces.

Respondo:
Hace mucho tiempo, en un reino muy lejano, tú querías que mi voz no dejara de temblar en el espacio que ocupaba mi brazo alrededor de tu cintura.

Argumentas:
La sociedad es un pozo infesto de prejuicios. La tecnología, el consumismo, la falta de ideales, la flauta del burro, el rucio de Sancho ya no puede pastar sin peligro de masticar trigo transgénico, Dante se jode porque el infierno está en horario estelar, a Ulises le destruyen el navío por computadora, Mefistófeles pierde al ajedrez con Fausto y Maradona jamás dejará de drogarse.

Repongo:
¿Y qué me importa? Yo lo que quiero es que me dejen dormir, que hoy no tengo ganas de saber cómo me llamo, de cuál calzo, qué me gusta escuchar, qué hay de comer, cómo te llamas, dónde vives, en qué o quién crees, por qué estás tan estúpidamente indignada con lo que pasa, pasará y seguirá pasando trescientos siglos después de tu muerte.

Exclamas:
Estás vacío.

Adivino:
Estás menstruando.

Replicas:
Sí, pero eso no tiene nada que ver.

Interrogo:
¿Qué se supone que debo de sentir o hacer?

Ironizas:
¡Nada!, seguir durmiendo.

Termino:
Bien, me alegra saber que estamos de acuerdo.

miércoles, julio 11, 2012

Antropología del fan


 07.18.2011




Tengo problemas con los fans. Creo que en una hipotética escala de evolución humana, el fan ocupa uno de los escalones más bajos. O el más bajo. Porque en la categoría de fanático caben desde los militares que obedecen y matan sin pensar, hasta las adolescentes que se desgañitan por el cantante pop de moda.
Incluidos los fanáticos religiosos, todos los fans se distinguen por intolerantes y por la falta de sentido común respecto del tema o persona al que son adictos. Porque eso son los fans: adictos capaces de todo con tal de conseguir un jalón (un disco, una bendición, una misión) de eso que los vuelve tarados y felices.
No lo digo sólo por decir, sino porque (y aquí viene la penosa confesión) yo fui un fan y sé que en ese entonces era feliz y tarado.  Fui fan del sonido gronch (hazme el fabrón cavor) y compré revistas y me aprendí discos y usé playeras con los nombres de las bandas y hablaba de sus vidas como si fueran mis hijos y, como mamá cuervo, les perdonaba sus desplantes y sus traiciones mercantilistas y los defendía de toda esa runfla de ignorantes que no sabían que Billy Mulligan había conocido a Johnny Ripper mientras hacían fila en la misma caja de un supermercado al cual habían ido los dos a comprar una ganzúa, lo cual les pareció muy curioso, y que en la conversación que esto ocasionó se enteraron de que uno tocaba la guitarra y el otro escribía letras de canciones, pero así nomás, cantadas, porque no sabía ni tocar el pandero y que quedaron de verse a los pocos días en la casa de Johnny, a la cual llegó Billy con Terry Thompson, un baterista amigo suyo que acababa de llegar de Londres y que primero se llamaron Ocus Pocus Sea Resort, pero al poco tiempo se lo cambiaron por el actual y ya legendario Membrana, banda-maestra portadora de la neta redonda y cuyos seguidores sabemos del poder de liberación ultraterrena y demencial que hay en cada una de sus rolas, etcétera.

Un reverendo tarado, les digo.

Afortunadamente la vida me trató mal y con los golpes se me fue quitando lo inocente. Dejé de ser fan cuando vi que gritar en un concierto de Metallica y gritar en un concierto de Alejandro Fernández era exactamente lo mismo. De entre las cosas de las que me deshice, con tan esclarecedora revelación, fueron los estoperoles y  las señas tribales las primeras en irse. A los fans los delata siempre la uniformización en el vestir: los emos se visten así y asá, los hipsters se visten así y asá, los nazis se visten así y asá, las beatas así y asá. Todos siguen ciertos patrones de conducta que los identifica; todos creen estar en el bando correcto; todos desprecian y hasta odian a los de otros bandos (¡Ah! Los fanáticos al futbol que son capaces de matarse unos a otros son como una carcajada ante el argumento del raciocinio humano); y todos, a fin de cuentas, son lo que los marketineros llaman públicos meta, islas de consumo-tipo bien definidas. La más radical de las aficiones conlleva ya un estilo de ropa y de música y de “espíritu” que la estandariza y la acomoda en estanterías ad hoc,  con lo cual hasta el más fanático de los vegetarianos (Hare Hare Krishna) acaba pagando su dinerito a alguna industria contaminante que lo tiene a él como cliente cautivo. Los fans son producidos por el mismo ente al cual alimentan, lo cual los define como caca y fermento de sí mismos, de su sub-especie, que ha estado ahí desde los inicios de la cultura humana, como una muestra de lo que somos y de lo poco que nos preocupa solucionarlo.

martes, julio 10, 2012

Sandoval


Es una pena que Fernando haya dejado inconcluso este ensayo sobre la biografía de Don Victor Sandoval; se apoyaba en fragmentos del poema "Hombre de soledad" y también en publicaciones de la revista Paralelo para entreverar su propia originalidad.

Última modificación: 8 de abril de 2012.







He nacido en la cólera del trigo.

La voz del poeta comenzó así su canto aquella noche del 24 de Abril de 1959, ante un público selecto que ocupaba en su totalidad las butacas del Teatro Cinema Plaza de la ciudad de Aguascalientes, lugar que por primera vez servía como escenario para la ceremonia de premiación de los tradicionales Juegos Florales de la Feria Nacional de San Marcos.
Solo, sobre la tierra, me sustento
de la protesta rápida del viento,
con el surco por lecho y por abrigo.

Su Graciosa Majestad Rosita I, sentada al centro del proscenio y acompañada por sus damas de honor, aburridas todas, fastidiadas por un evento que se alargaba más de lo que ellas podían soportar,  forzaba el gesto y la atención debidos a su Real Figura, y miraba con ojos azorados cómo crecía el número de bostezos entre los asistentes. 

Solo, con el arado por amigo,
exacto en la medida y movimiento,
labrador de mi propio pensamiento,
no le temo a la garra ni al castigo.

Antes del bardo que ahora entonaba sus versos, habían cumplido con el programa oficial que comenzó con la Obertura por parte de la Banda Municipal, luego la lectura del Honorable Jurado Calificador, luego el Quinteto Bellas Artes, que la verdad tocaron muy bien, muy afinaditos, y luego la catástrofe, el discurso del Mantenedor, quien tuvo que decir muchas cosas acerca de la Poesía y los Poetas y de los Siglos Pasados, un discursito de diez cuartillas nomás, suficiente para marchitar cualquier juventud, cualquier esperanza, y luego el remate, ¡un tenor!, ¿quién organizó esto, ah?, y ahora este muchacho, el ganador, el Poeta Laureado, que quién sabe qué estará diciendo, el pobre. O ni tan pobre, se ganó cinco mil pesotes. ¿Y qué sigue luego? El coro de Madrigalistas, otro poeta y luego la muerte segura.

La crema y nata de la pequeña ciudad ejercitaba su estoicismo. Empresarios y sus mujeres, comerciantes y sus mujeres, políticos y sus mujeres, profesionistas y sus mujeres, todos presentes en un evento acorde a sus concepciones del Arte y la Cultura, de la música, de la belleza y del buen decir.

Hombre de soledad, en la llanura
resurjo de sus hondas cicatrices.
Violento en mi fatal arquitectura

y musical del tronco a las raíces,
me sustenta mi firme arboladura
y me encierro en telúricas matrices.

¿De qué hablaba aquel joven de 29 años, cuyas palabras guardaban una fuerza particular que no tenía mucho que ver con la retórica, ni con la imaginería recurrente de los versos conocidos por los culteranos de aquella provincia polvorienta y triste? ¿A quién o a qué le cantaba?

Tampoco se trataba de un desconocido. Muchos de los asistentes sabían de su carácter franco y amable, de su sonrisa fácil, de su natural vocación para las letras, y se habían percatado de la intensidad con que sus ojos parecían verlo todo. Formaba parte del grupo cercano al gobernador Ortega Douglas, además, y tenía el cargo de Secretario de Acción Juvenil del PRI, sabían otros. 

A él le gustaba ser reconocido como integrante fundamental del cenáculo formado alrededor de la figura de Salvador Gallardo Dávalos, médico, poeta y polemista, animador de los incipientes grupos culturales en la entidad, quien parecía divertirse provocando escándalos al publicar artículos y ensayos en los que manifestaba sin ambages sus posturas filomarxistas, anticlericales, y con un sentido de la Revolución –en la cual participó directamente—  que para muchos, en aquellos días de general estabilidad, resultaba extremista más que utópica.

El viento de este llano es mi derecho;
con él están mi pueblo y mi destino.
Me colma de premuras el camino
y la voz se me enreda sobre el pecho.

Entre los asistentes a la velada se encontraban sus amigos, con quienes departía el tequila del mediodía y el café del atardecer. El joven poeta sentía un poco de vergüenza al estar participando de aquel numerito que tantas veces había criticado como una de las manifestaciones más cursis de la burguesía pueblerina y que ahora lo tenía a él como acto estelar. Sus críticas no sólo habían sido expresadas en corto, con esos mismos amigos que lo miraban socarronamente desde las butacas, sino que estaban impresas con su nombre en las publicaciones que el grupo hacía circular desde principios de esa misma década, las revistas ACA y Paralelo.

En mi sangre y raíz nazco y me estrecho
Como libre estudiante de marino.
Yo soy alucinado campesino
Que florece en las piedras del barbecho.

“Campesino”, ese fue el pseudónimo que utilizó al enviar la plica para el certamen. Campesino que realmente fue en su primera infancia, cuando tuvo que trabajar la tierra como tantos otros niños de su época, ayudando a solventar las necesidades de su casa, en un México en el que la pólvora no dejaba de surcar el aire. Y en la casa, su madre, doña Crucita, quien le enseñó a leer y a escribir antes de enviarlo a la escuela, y a quien le hubiera gustado ser novelista y recitaba a Othón, a Darío, a Nervo, a Gutiérrez Nájera y tenía especial predilección por los poemas de Antonio Plaza. Y “Plaza” se llamaba el Teatro Cinema en el que su hijo, ahora, recitaba sus propios versos, en los que hablaba del Hombre Nuevo, el Hombre despojado de necesidades bastardas, libre y revolucionario, cuya realización sólo se concibe en el trabajo entendido como impulso vital, incesante, sin buscar el goce como un fin sino encontrándolo en la misma actividad que lo acrecienta y lo consume a un tiempo. Un campesino alucinado cuyas visiones son las de un futuro sin fronteras políticas, sin escalas sociales y sin hombres confrontados.

Mi patria está en la palma de la mano
o en la penca de cada nopalera.
Me llegan resonancias del verano

y roncas voces de la sementera.
Como espada desnuda sobre el llano,
la espiga es mi respuesta y mi bandera.

Ese año de 1959 llegó al mundo con las barbas largas y los sueños rojos de la triunfante revolución cubana




viernes, julio 06, 2012

Nadie

pa Maura



Te encuentras fumando, sabes, en la estación sin trenes, zapatos nuevos y para qué seguir pensando en que alguna vez ella quiso quererte, de todas formas los muertos no tienen tiempo para recibir en sus brazos a nadie.
Por aquí no va a pasar ningún tren, nadie, sabes. Sólo el tiempo oxidado de aquel reloj sin minutero que marca las tres y los zapatos aprietan, incómodos, nuevos y extraños, color tabaco. Hubieras sido un pésimo bailarín si con ella, aquella noche, solos.
¿Cuál noche? ¿Cuál de todas?
Aquella primera con su vestido blanco en medio del humo insomne del saloncito a donde tus pasos llegaron pidiendo una cerveza, los ojos secos de tanto aironazo por los caminos de tierra y rayos de sol blanco clavados en la piel. Una cerveza, cigarros sin filtro, un banco, un espejo y su reflejo bailando en la pálida luz de un foco salpicado de polillas nerviosas. Danzón calientito saliendo del horno musical, la vitrola italiana, irresistible nostalgia de estar contento, y sus piernas de bronce pisando apenas el suelo cuando el clarinete se fugó por los aires simulando un ave marina.
¿Quién es ella?, pregutaste al cantinero.
Y su nombre le iba tan bien, le dibujaba un cetro de mariposas, untaba almizcle en su cabello y era voz para conjurar al misterio más profundo.
Viste tus pies descalzos, la camisa rota y el mismo espejo te mostró ese rostro hinchado y sucio que gritaba en todas direcciones tu huida, el crimen, la muerte. Indio patarrajada.
¿Cuánto cobra?
Ella no cobra; si quiere se va contigo, si no quiere... bueno, más vale que no insistas.
Otra cerveza y otra y otra y nunca animarse a llegar tan cerca para olerla, para decirle muy bajito, para saber.
Matar fue sencillo, hacer figuras hermosas con el machete, destripar al madito. Pero esto nomás no sabías cómo, no sabes, te sientes estúpido y pobre y pequeño y qué bien estaría sentirla a tu lado, sentirla centímetro a centímetro hasta abarcar todo el continente, ser ahora tú el colonizador, hacerla hablar tu lengua, hacerle de tu lengua un regalo extendido y minucioso y hacerla bajar con la lengua, desparramarse.
Te sacaste el miedo de los huesos y en ese mismo instante estalló tu corazón. Ya no huirías, sentándote, diciendo ya no importa, aquí me quedo. Borracho te dormiste y a la siguiente vuelta estabas ya fregando los pisos y sirviendo las mesas. Podían hallarte en cualquiera, reconocerte, darte uno y nada más. Podían y nada sucedió, excepto ella que de vez en cuando sonreía cuando llevabas las copas a su mesa, cuando distraído, cuando presuroso, cuando imaginabas. Y esa tarde en que te dio una caja amarilla y dijo que no estaba bien que anduvieras así, toma, póntelos, ¿te entran bien? Y los zapatos nuevos te hicieron caminar como coyote espinado por las noches y los clientes se reían mientras siete callos reventaban y ella después dijo quítatelos, yo tengo la culpa.
¿Cómo iba ella a tener la culpa? ¿Cómo podía? Se te había quitado lo asesino y aprenderías a usar zapatos, cómo de que no.

martes, julio 03, 2012

Noche materna


A Sofía Loren y Elsa Aguirre

Como todas las noches, a las 12 en punto, la madre de Pierre Paolo salía a su balcón sin blusa ni sostén que la cubriera. Los senos de donna Lucrecia resistían con altivez el paso de los años y su blancura había adquirido una tibia morbidez que, a la luz de las estrellas, refulgía de manera asombrosa.
Los vecinos de Pierre Paolo tenían, en sus respectivos hogares, instrumentos de observación a larga distancia. Binoculares, telescopios, catalejos y cámaras de video aparecían tras los cristales velados algunas veces por inmóviles cortinas y algunas otras libres y al descubierto, apuntando todos al generoso pecho de donna Lucrecia. Ella permanecía distante, casi rígida, observando el crucigrama estelar de una manera tan extraviada y profunda que era imposible pensar en un exhibicionismo vulgar. En realidad, era una aparición, un fenómeno de la naturaleza más espontánea.
Don Antonio, banquero retirado, preparaba café y llenaba con tabaco fresco su pipa antes de irse a sentar a su viejo sillón de terciopelo verde y calibrar el enfoque de su telescopio (regalo de su mujer muerta hacía ya más de diez años). Alberto, el comerciante de telas, buscaba en la radio la estación de música clásica, sacaba del refrigerador una caja de seis cervezas y, desde el cuarto que sus hijos usaban como salón de estudios, dirigía sus binoculares hasta encontrar aquella carne blanca. Alfonso, el escritor fracasado, rebuscaba entre sus papeles su gastado catalejo, echaba su aliento agrio sobra la lente, pasaba un pedazo de trapo sobre el mismo y sentado en una sillita puesta ex profeso junto a la ventana de la cocina, encontraba cada vez más detalles en la complexión del fantasma. Arturo, el estudiante de medicina, revisaba que el rollo dentro de su cámara de video tuviera suficiente espacio, apagaba luces y, en silencio, se dirigía hacía el baño de visitas desde donde podía enfocar mejor, de pie sobre la taza del escusado. Armando, el vándalo adolescente, sin más que su mirada joven y no muy gastada, sacaba de debajo de su cama un bote de crema para el cuerpo, una toalla vieja salpicada de costras blancas, se forjaba un porro y subía a su azotea donde tenía una sillita replegable instalada en el lugar correcto.
Todos, sin excepción, se masturbaban.
Pierre Paolo dormía tranquilamente, ignorante de todo, después de un fatigoso día de trabajo en un almacén de productos importados, mientras su madre, semidesnuda, tomaba el fresco.

Oye Pierre Paolo, le dijo un día uno de sus compañeros de trabajo, ¿sabes lo que se anda diciendo por ahí de tu madre?
No, ¿qué cosa?
Bueno, pues dicen que a media noche sale a enseñar las tetas a todo el vecindario en el que vives.
¿Las tetas?
Eso mismo.
¿A media noche?
Ajá.
¡Que estupidez!, yo llego siempre antes de las diez y mi madre ya se encuentra dormida. Es una mujer de más de cincuenta años, ¡por Dios!
Pues dicen que sale al balcón sin nada encima y se queda ahí largo rato, mirando al cielo como si estuviera buscando algo.
¿Al balcón? ¡Pero si ese balcón no lo puede abrir ni un cerrajero con ganzúa!, lleva años con la puerta trabada y…
Dicen que tiene unos senos magníficos.
¡Basta ya!, si vuelves a insinuar una cosa así te romperé el hocico hasta que…
Está bien, está bien. Yo sólo te informo de lo que la gente anda diciendo por ahí…
¡Por ahí te voy a meter un palo astillado si no te callas!
Perales, el compañero de trabajo, cerró los labios e hizo un gesto al encogerse de hombros. Se fue de ahí aguantando la sonrisa.
Pierre Paolo nunca se había casado. A sus 39 años ya casi no pensaba en eso. Vivía el día a día casi de manera automática: tenía roto el corazón. No conoció a su padre y siempre estuvo tan ligado a la figura de su madre que, prácticamente, no guardaba recuerdos en los que no apareciera junto a ella. Una sola vez había estado a punto de contraer nupcias con una muchacha de piernas largas y flacas que conoció en el trabajo. Se llamaba Carmela y era la secretaria administrativa del lugar. Durante meses Pierre Paolo estuvo prendado de ella; le regalaba una rosa diaria, la llevaba a comer, al cine, le escribía versos y, venciendo su arritmia crónica, iban a bailar a oscuros cabaretes frecuentados por divorciadas y solteronas. Un domingo después de misa le propuso matrimonio; Carmela se echó a su cuello y dijo sí…
De eso hacía ya varios años. Cinco días antes de la fecha fijada, Carmela desapareció. Ni sus familiares, ni sus conocidos, ni nadie sabían dónde estaba. Se dio parte a la policía, se contrató un investigador, se buscó en los hospitales, en los albergues, en la morgue y nada, todo fue inútil. Carmela se esfumó así, para siempre, dejando a Pierre Paolo con un hueco desde el corazón hasta el cerebro, más triste que un árbol seco plantado en medio del invierno. Nunca más se volvió a fijar en una mujer, y nunca más volvió a hablar de ella; donna Lucrecia saturó su cotidianeidad nuevamente y le fue curando la tristeza con mimos y sopas calientes. Ella, que a los 17 años había quedado preñada del único amor de su vida, sabía que en este mundo uno sólo puede contar con uno mismo. También ella había sido abandonada por aquel agente viajero de grandes y tristes ojos castaños que le prometió recorrer los días abrazado a su cuerpo…

El resto del día se vio a Pierre Paolo trabajar como burro en la parte a su cargo del almacén. Trataba de alejar aquellas imágenes de su madre en el balcón.
¡Ese Perales es un hijo de puta!, pensaba, ¡un grandísimo hijo de puta!
Volvió a toparse con Perales en el comedor a la hora de descanso e hizo un gran esfuerzo para reprimir los deseos que tenía de matarlo a golpes. Su compañero de trabajo se percató del fuego que brotaba de los ojos de Pierre Paolo y emprendió una rápida retirada. ¡Cobarde, hocicón, hijo de la Gran Puta!, gritó Pierre Paolo dentro de su cabeza.
Cuando regresó a casa estaba física y mentalmente agotado. Como todas las noches subió al cuarto de su madre y comprobó que estaba dormida. Se paró frente a ella y se quedó así, quieto, fija la mirada en el rostro sereno de Lucrecia. Era en verdad una mujer hermosa a la que los años no lograban arrebatar su atractivo natural. Conservaba, aun dormida, el encanto de una mujer segura de sí misma. Pierre Paolo salió del cuarto y, sólo para calmar aquello que lo escocía por dentro, se dirigió al ventanal del balcón. Intento abrir la puerta de acceso y… nada. Aquello estaba trabado de tal forma que únicamente desmontando la puerta sería posible salir. Bajó a la cocina y mientras asaba un trozo de bistec, imaginaba que así era como cortaría en pedazos al imbécil de Perales si se enteraba de que andaba propagando aquella asquerosa calumnia.
Terminó de cenar, vio un poco de televisión y el sueño lo llevó como títere al calor de su cama; roncó inmediatamente después de cerrar los ojos.
A las 12 de la noche en punto, don Antonio, Alberto, Alfonso, Arturo y Armando, cada uno en su puesto, vieron salir al balcón a donna Lucrecia y sus perfectamente redondos pechos desnudos.

A la mañana siguiente Pierre Paolo tomaba el jugo de naranja que su madre le había servido. Como siempre, ella ya estaba intachablemente vestida, peinada y maquillada. Era algo que hacía para sí misma pues nunca salía a ninguna parte. Su hijo, tan acostumbrado a aquello, jamás había puesto verdadera atención al porte y altivez que la distinguían. Era una dama de película antigua, de cuerpo esbelto, cuello largo, cabello abundante, delicadas facciones y grandes pechos. Pechos. Redondos y firmes pechos. Hermosos. Pesados como frutas. Maduros. Jugosos. Grandes. Estoy viendo los pechos de mi madre. Estoy imaginándolos. ¡Es terrible! ¡Dios!, ¡juro que mataré al imbécil de Perales!

Para fortuna de ambos, Perales no se presentó ese día a trabajar. Vómitos y calentura. Pero a Pierre Paolo le seguían asaltando imágenes de los frondosos senos maternos a la luz de luna. Eran tan bellos, tan redondos. No, no, no, ¡que asquerosidad! ¡Cómo puedo estar pensando en eso! ¡No, no, no! Mi madre, ¡mi santa madre! Con esos pechos me alimentó, me dio de mamar, con esos mismos, puso los pezones en mi boca y… ¡Dios mío! ¡Soy un enfermo!
Las cosas comenzaron a empeorar cuando se dio cuenta de que no podía separar la mirada de los senos de todas y cada una de las mujeres con las que cotidianamente laboraba. Encontró los de Rita pequeños y separados, los de Raquel apretados y firmes, los de Regina delgados y chuecos, los de Roxana irresistiblemente táctiles, los de Ramona prácticamente no existían, los de Rocío se le antojaron un par de barquillos… ¡Ay!
Y con las clientas, lo mismo.
Se estaba volviendo loco. Se metió a un baño y mojó su cara, su pelo y su cuello. No lo soportaba. Salió de ahí como alma que lleva el diablo. Puso una mano en sus ojos para evitar lo más posible el contacto visual con las mujeres que pasaban a su lado y subió a su auto. Arrancó a toda velocidad.
En la calle fue peor: por todos lados (caminando, dentro de los autos, sentadas, esperando) mujeres, miles de mujeres con su par de senos cada una, muchos miles de senos a todas horas, en todos lados, grandes, gordos, pequeños, flacos, duros, saltarines, bamboleantes, jóvenes, viejos, proporcionados y desproporcionados. Tetas para toda la eternidad.
Y al final, siempre, las de su madre. ¡NO! ¡NO! ¡NO!
Condujo hacia las afueras de la ciudad; tomó la carretera interestatal hasta perderse en la lejanía, detrás de un par de cerros que semejaban unas fantásticas tetas…

Horas después el carro comenzó a fallar. Gasolina. Se detuvo junto a un macizo de árboles a la orilla de la carretera y ahí, sin senos a más de 30 kilómetros a la redonda, pudo respirar tan profundo que el mismo aire fue limpiando los resquicios de su cerebro. Quedó en blanco, libre. Bajó del auto y no se movió durante un largo rato. El sol caía matizando las nubes.
Pierre Paolo vio acercarse las luces de una camioneta. No le dio importancia. De ser necesario se quedaría ahí toda la noche. No podía regresar a su casa, no debía. La camioneta se detuvo y desde su interior brotó una voz femenina.
¿Necesitas ayuda?
La voz cayó como metal ardiente en los oídos de Pierre Paolo.
Silencio. Pesado, grave, espeso. Silencio color rojo.
Ambos enredaron sus miradas en un instante de hielo. Terrible sorpresa.
¿Carmela?
Sí, era ella. El pasado se esfumó y en su lugar, ahora, aquellos ojos y aquella boca. Carmela apagó el motor. Descendió y sus largas piernas llegaron hasta él. Un abrazo imposible sucedió.
¿Cómo estás?, preguntó ella.
No sé… ¿Qué ha pasado? ¿Dónde has estado?
Pierre, no había nada más qué hacer. Tú lo sabes. Tu madre…
¡Ella!, mi madre. ¿Qué pasa con ella?
Vamos, no es necesario que yo…
¡Sí!, es necesario. Dime, ¿qué pasa con mi madre?
Pierre, ella es terrible. No sólo me amenazó a mí, sino a toda mi familia. Dijo cosas espantosas…
¿Qué cosas?
Pierre…
¡Dime!, ¡qué cosas!
Es inútil. Tú estás enamorado de ella.
¿Qué?
¡Estás enamorado de ella y ella de ti! , me lo contó todo. Dijo que aun en la cama conmigo seguirías pensando en ella, que sólo ella era capaz de hacerte feliz como hombre…
¡Basta!, ¡basta, basta!
Oh, Pierre, yo… no supe qué hacer. Me destrozó. Era terrible de sólo pensar en ello.
No entiendo nada, no entiendo…
Me fui lo más lejos posible de ti. Yo te quería… tanto.
Pierre Paolo estaba hecho un montón de nudos. Temblaba y se restregaba los cabellos, la respiración se le cortaba. Carmela aparecía nuevamente sólo para darle el tiro de gracia, para hundirlo en la más oscura de las fantasías, para secarlo por dentro y quemarle el alma. Sólo le quedaba una cosa por hacer.
Carmela, dijo con una calma repentina, llévame a casa.

Era media noche cuando una camioneta tripulada por dos personas se estacionó frente a la casa de donna Lucrecia. Don Antonio y los demás quedaron en suspenso. Dentro, Pierre Paolo y Carmela vieron salir al balcón a una mujer hermosa, de piel blanquísima y largo cabello negro, sin blusa, con los senos llenos y turgentes al aire.
Impresionante.
Pierre Paolo bajó de la camioneta y, sin decir nada, entró a su casa. Carmela estaba anonadada. Tenía miedo de ser descubierta por donna Lucrecia y al mismo tiempo no podía dejar de verla.
Pierre Paolo subió al primer piso con la cabeza vacía y el cuerpo autómata. En el descanso superior encontró el blusón de su madre tirado. Lo tomó y aspiró su eterno perfume. Se acercó al ventanal del balcón donde las cortinas danzaban impulsadas por el viento. La puerta estaba abierta sin rastros de forcejeo alguno. Traspasó el umbral y… ahí estaba. Lucrecia brillaba como una escultura de porcelana. El cabello le llegaba a media espalda, la espalda era una columna de templo antiguo, la cintura se delineaba con toda la sensualidad de una diosa desconocida. Lucrecia miraba al cielo.
Pierre Paolo estiró una mano y apretó el hombro de su madre. Ella volteó sobresaltada, la boca entreabierta. Sus hermosos pechos eran más insoportables que nunca. Lucrecia recobró la calma inmediatamente.
¡Has vuelto!, dijo con la mirada perdida en los grandes y tristes ojos castaños de su hijo, ¡has vuelto!
Se besaron.
Un ruido de motor alejándose y un montón de vecinos curiosos fue todo lo que quedó en el interior de la noche.

Matamoscas*

Ilustración: Zertuche Slecht Leven, Aguascalientes, Ags. México. 2012. Iba a sentarme a escribir pero me puse a matar moscas. No ...